Visitantes de la noche
Jesús Álvarez Gómez

Foto: Daniel Fernández
Noche cálida de junio. Aún no ha entrado el verano, pero ya es indispensable abrir las ventanas al anochecer para que se refresque la casa. Entra el aire tibio de las once de la noche, y con él llegan las mariposas nocturnas. Todos los años vuelven más o menos por la misma época, un vuelo errático que recorre el salón hasta que se posan cerca de la lámpara de pie, atraídas por la luz. Son un poco molestas, porque a veces no te las esperas y ellas irrumpen en tu espacio, intrusas oscuras –siniestras, dijo una vez Nuria con los pelillos del brazo erizados-, revoloteando cerca de ti, hasta que se alejan en busca de una fuente de luz, en torno a la cual todavía parecen dudar dónde posarse.
Al principio Nuria quería echarlas fuera, matarlas si era preciso, porque su presencia la intranquilizaba. “¿Y si se me posan encima mientras duermo?”, adujo cuando él se rio de su temor. Claro que no lo iban a hacer, y en todo caso nada le pasaría por ello. Pero Nuria no estaba convencida. Finalmente la persuadió de que lo mejor era olvidarse de ellas y con seguridad al día siguiente se habrían marchado. A veces, sin embargo, al mover una puerta abierta contra la pared, aparecía de repente, volando agitado, un ejemplar que entró y se quedó dentro. Un pequeño susto pasajero, un aspaviento de Nuria, y ya está. Pero ella se quejaba, insistía, y le miraba como si él tuviera la culpa. Otras veces aparecían muertas en un rincón. ¿Por qué? Y él decía que le había llegado su momento, que habría cumplido ya su ciclo vital, en general bastante corto. A la basura, y asunto concluido.
A finales de mayo llegaron plusias gamma, que enseguida aparecieron dentro de las casas, varias cada vez y cada noche durante más de una semana. No le prestaron mucha atención, pues eran bien conocidas, y Nuria ya se había acostumbrado a ellas de otros años. Había perdido el miedo, convencida de la inocuidad de tales visitantes. Él tenía una pinchada en su cajita de mariposas, con las alas abiertas, mostrando el diseño de estas. Poco llamativo, como el de la mayoría de las mariposas nocturnas. Nuria la había mirado con detenimiento, fijándose en el detalle que daba nombre a la especie, algo así como una letra gamma brillante en mitad de las alas superiores. Rechoncha, peluda y con sus largas antenas filosas, no resultaba bonita, pero tampoco inquietaba mirándola de cerca, inerte. Además, bien vista, el diseño de las alas era curioso. Por qué esas líneas y manchas, preguntó Nuria cuando la observó bien. Él no podía responderle con exactitud, aunque fuera aficionado a coleccionarlas disecadas y tuviera algunos conocimientos lógicos, acorde a su afición. Suponerle un mayor éxito reproductivo le parecía excesivo en una especie nocturna y así se lo hizo saber a su compañera. Pensaba que todo tenía una respuesta, pero que muchas veces no estaba a nuestro alcance.

Foto: Daniel Fernández
Esta noche de junio la plaga de mariposas gamma ya ha pasado, si bien, todavía alguna que otra especie aparece de buenas a primeras revoloteando en el salón. De hecho, dos noches atrás, se topó de repente con una mariposa posada en la pared, por encima del sofá. No la había visto entrar, pero allí estaba. Nuria, sentada en el sofá, ajena a la inesperada presencia de la mariposa, se inquietó al percibir en su marido un leve gesto de alarma. Se acercaba despacio a verla. No era una mariposa nocturna corriente, tanto por su tamaño como por el diseño de sus alas, verdosas con una franja marrón en la parte posterior. Sin duda era nueva para él. Así que, con un gesto de la mano, pidió a Nuria que no se moviera para no alertar a la inesperada visita, y fue por un frasco que tenía justo para guardar los insectos que deseaba conservar, expuestos en su insectario. Volvió con él. Notó un cierto olor a almendras amargas cuando lo abrió. Se acercó con sumo cuidado y la pudo atrapar. De inmediato cerró el recipiente y después miró cómo aleteaba el animal dentro, asustado por sentirse atrapado en un ambiente enrarecido. El olor percibido segundos antes se debía al veneno con que había impregnado tiempo atrás un algodón guardado dentro del frasco. La misión del veneno no era otra que acabar lo más rápido posible con el insecto elegido para ser disecado y expuesto. Un veneno poderoso que acortase al máximo la agonía. Las mariposas requerían un tratamiento previo al veneno, pues, si aleteaban denodadamente dentro del frasco, podían dañarse las alas. Para evitarlo, rompía las articulaciones de estas, presionando con los dedos índice y pulgar. El proceso siempre le estremecía, al notar el pequeño chasquido que ocasionaba la presión. Hasta sentía un poco de culpa por acabar con la vida de aquellos pequeños seres indefensos, pero enseguida se exculpaba, diciéndose que no ponía en peligro ninguna especie y que después de todo la vida de los insectos era muy breve. Naturalmente, Nuria nunca estuvo de acuerdo. Pensaba que si le gustaban los animales que disecaba, era mejor verlos vivos que muertos, aunque no los tuviese disponibles a cualquier hora como dentro del insectario. Al fin y al cabo, los cogía, los mataba, los pinchaba en la cajita y allí quedaban, olvidados, si bien era cierto que disponibles para cuando sus ojos quisieran. No, Nuria no estaba de acuerdo con él, aunque había acabado aceptando aquella afición un poco macabra de su marido. Era mejor no discutir por una cuestión banal después de todo. Y ella hasta se admiraba de lo bien que conseguía disecar las mariposas, con sus alas abiertas, mostrando toda su belleza. Una belleza muerta, le dijo una vez, sin conseguir convencer a Carlos de que abandonase tan triste afición.

Foto: Ángel Blázquez
-¿Qué vas a hacer con el pobre animal? –preguntó Nuria, un poco consternada por el renacimiento de una práctica que creía abandonada.
-Es que no la tengo. Y es bonita. La mataré igual que a las otras, y luego la pincharé –respondió Carlos, como excusándose. Ya hacía mucho que no coleccionaba nuevos insectos, pero uno más… ¿Qué podía importar?
-Si no tienes sitio para ella. ¿Dónde la vas a pinchar? ¿Vas a empezar una nueva caja? –más que preguntas eran quejas de Nuria.
-No, claro que no. Pero hay un hueco en la caja de las mariposas nocturnas. Es pequeño, pero si quito una que se conserva mal, esta cabrá. No la había visto nunca, y me gusta –concluyó, dando a entender que estaba decidido.
Salió entonces del salón con el frasco, en el que la mariposa finalmente había dejado de revolotear, y fue hasta el estudio, donde tenía los libros y los insectarios. Nuria, curiosa, lo siguió. Lo vio dejar el frasco en un estante, coger un libro y pasar páginas, buscando identificar la mariposa atrapada.
-Aquí está –dijo segundos después, y exclamó triunfal-: Anua tirhaca. ¿Te das cuenta? Años de afición y es la primera vez que la veo.
Luego dejó el libro y fue a donde estaba la caja de mariposas nocturnas, la cogió y se acercó a Nuria.
-Mira, aquí cabe.
En efecto, había un pequeño hueco que podía ampliarse quitando una mariposa en mal estado, indigna de estar en la exposición. Ella asintió sin decir nada. Comprendía que no había vuelta atrás. Hacía más de un año que ya no coleccionaba insectos disecados, que se conformaba con mirarlos o fotografiarlos, y ahora, de repente, le volvía esa pulsión de todo coleccionista, la de querer tener algo nuevo, extraordinario.
También ella la tenía, y por tanto podía entender la de Carlos. Pero en su caso, coleccionaba monedas y billetes extranjeros, algo inocuo que no implicaba matar un ser vivo. Simplemente trataba de conseguir todas las monedas y billetes posibles de un país cuando viajaba a él, o las del propio, cada vez que salían nuevos modelos.
Mirando la cajita de exposición, se fijó en la esfinge de la calavera y se acordó de aquella noche en la que tal mariposa entró en la casa. Una mariposa grande y gruesa, que ella sintió amenazante hasta el estremecimiento, y mucho más, cuando, una vez capturada por Carlos, este la identificó, contento, como la esfinge de la calavera. Ella lo miró con el corazón encogido. ¿Una mariposa y una calavera? ¿Qué tenían que ver? Pero, en efecto, en el dorso del tórax del animal pudo ver unas manchas que en conjunto semejaban una calavera. Por un momento pensó que aquella mariposa trajera consigo un mal augurio, y lo manifestó en voz alta, de lo que enseguida se arrepintió, porque de inmediato fue víctima del sarcasmo de su marido.

Foto: Daniel Fernández
-!Santo Dios! Estamos perdidos –dijo, burlón, Carlos. Y a continuación, sin dejar de sonreír, le hizo ver que tal denominación era un afán de caracterizar en términos humanos a un animal que nada tenía que ver con los hombres. El afán de estos de sentirse el centro de la creación, eso es todo, concluyó. Y Nuria pensó que tenía gran parte de razón, que se había comportado como una pusilánime, pero no lo había podido evitar. De eso hacía ya unos años y ella había cambiado al respecto. Ahora no le daba ningún temor la irrupción de una mariposa nocturna en su espacio vital. Por supuesto, ver las diurnas fuera, en el campo, le encantaba. Y porque aprendió a valorar a estos vistosos insectos fue que cada vez más se opuso a la afición de Carlos. “Pobres animales. ¿No te da pena matarlos?”, decía a menudo, con la esperanza de que algún día tuviese en cuenta su lamento. Finalmente, hace un par de años, le dijo que cuando llenase las tres cajitas que tenía, para mariposas diurnas, para las nocturnas y para escarabajos, ya no cazaría ningún ejemplar más. Y así había sido hasta esa noche, en que parecía renacer su afán de coleccionista. Sin ánimo para protestar se volvió al salón para seguir leyendo la novela que tenía entre manos cuando apareció la nueva mariposa nocturna.
Al día siguiente Carlos fue a ver qué había sido de su captura, y se la encontró viva aún. Comprendió que el veneno que todavía impregnaba el algodón del interior del frasco se había ido desvaneciendo y que por eso la mariposa tardaba en morir. Lamentó la suerte de esta, porque simplemente la dejó allí hasta que llegara su fin. No hizo ningún comentario al respecto a Nuria, quien parecía haber olvidado al animal atrapado la noche antes. Asimismo, involuntariamente, también él lo olvidó.
Esta noche, ya han pasado tres días desde la captura, Nuria y Carlos se sientan en la terraza que da a la calle, para sentir la brisa nocturna. Ha sido un día caluroso y apetece ese airecillo que se mueve casi todas las noches, tal vez procedente del cauce del río cercano. Hablan a ratos, pero sobre todo sienten la caricia de la brisa mientras toman una caipiriña muy fría. De repente ven que aletea un insecto y que finalmente se posa junto al pequeño farol que esparce por la terraza una luz atenuada para no atraer a mosquitos u otros insectos molestos. Pero el que se posa es una inocua mariposa nocturna. Carlos enseguida se levanta a verla y, ¡oh, sorpresa!, descubre que es la misma especie que tiene prisionera. Dos ejemplares en sólo unos días, cuando nunca antes habían aparecido. Nuria lo está mirando y comprende al instante la sorpresa de Carlos. Ambos se acuerdan de la mariposa del bote, que estará ya muerta. Carlos se dirige al estudio y Nuria lo sigue. En la estantería está el bote olvidado. Dentro, la mariposa, inmóvil, sin vida parece, pues ni siquiera la luz que irrumpe bruscamente en el estudio le afecta. Carlos la mira bien y se da cuenta de que, pese a la quietud de la mariposa, ésta sigue viva. Al levantar el frasco del estante las alas se agitan. Nuria menea la cabeza reprobatoriamente. Qué larga agonía, piensa, y mira a Carlos, expectante. Éste comprende que nada queda del veneno echado en el algodón tiempo atrás, salvo ese ligero olor de almendras amargas que le engañó. Entonces decide que la suerte del animal estaba echada desde el principio, va hasta la terraza, abre el frasco y deja que la mariposa salga fuera y se pierda en la noche. Nuria sonríe contenta. Luego, mecánicamente, ambos miran hacia el farol, pero tampoco está ya la otra. A Nuria se le ocurre pensar que quizá la compañera ha ido a rescatar a la cautiva, y que de alguna manera lo ha conseguido.
A Carlos le queda la satisfacción de haber conocido una especie nueva y lo manifiesta en voz alta. Nuria no dice nada. Sólo se sienta donde estaba antes para seguir disfrutando de la brisa nocturna.